3 de septiembre de 2008

El mundo de Sofía

Cuando comencé a escribir este post había olvidado lo increíble que era esta historia. Y no lo digo de agrandada, si no de sorprendida, porque estoy increíblemente agradecida de poder contarla.
Este es uno de los mejores momentos de mi vida. ¡Sí! después de tantas desil
usiones amorosas, inseguridades e indecisiones con respecto a cómo empezar mi camino por la vida, aquí estoy. Decidida, feliz, entusiasmada…
Pero en esta época tan feliz me hace falta alguien que me acompañó durante la etapa de formación más importante, en las buenas y malas. Quiero contar esta historia en honor a mi ¿maestro? ¿amor único? ¿amigo?, con quien hace seis años me encontré.

En el 2002, cuando tenía catorce años, estaba chateando en una sala general de un sitio web y una persona escribía “Quiero hablar de poesía, ¿hay alguien?”. “Yo, yo, yo” empecé, pero esta persona no me contestaba. Empacada, salí del chat y me cambié el apodo. Mágicamente, cuando volví a entrar me
habló.
Resultó ser un colombiano de veintiocho años, fascinado por l
a poesía, filosofía, psicología y la religión. De hecho era profesor de Filosofía. Su nombre es Arley. Me recomendó que leyera “El mundo de Sofía”, una novela de Jostein Gaarder que cuenta de manera increíblemente amena y fantástica bastante sobre la historia de la Filosofía. Nos dimos nuestras direcciones de mail, y a los tres días le quise escribir, pero el correo me llegó rebotado.
No saben lo que fue para mí no poder comunicarme con él, pensar que toda posibilidad de contacto con esa persona que me había ofrecido un curso de Filosofía vía internet se había esfumado. Hasta le escribí una carta, en la cual decía que me había encantado hablar con él y esperaba poder algún día darle aquella carta, que esa conversación no hubiera quedado en eso.

UNA LOCURA.

A los dos o tres meses le envié otro mail y felizmente, obtuve respuesta. Allí empezó el increíble curso de Filosofía, y la “relación” más importante de mi vida. Previsiblemente casi al llegar a los quince años me enamoré a distancia, con un amor platónico, indescriptible, que una nena puede tener.

Él se hizo cura al poco tiempo, y yo después maduré. Pero el AMOR real y especial fue madurando, manteniéndose fuerte. Nos escribimos y llamamos por teléfono, nos enviamos libros y cartas, remeras, café colombiano, mate. Hasta le envié un osito de peluche al que le había puesto su nombre.

Nuestra historia era como la de Sofía Amundsen y Alberto Knox (del libro que me había recomendado) pero a lo argento-colombiano; éramos un Pigmalión y una Galatea (leyenda griega de un escultor que se enamora de su creación).
Llegó el momento en que gracias al universo, en el 2004 cuando ya tenía dieciséis, a él lo enviaron a Paraguay en avión y tuvo que hacer escala en Buenos Aires. No lo dejaban bajar por algo de las tasas, de inmigración y de quién sabe qué cosa, y yo estaba con mi mamá en Ezeiza a las siete de la mañana esperándolo. Nos hablábamos por teléfono y me decía que no lo dejaban pasar, yo lloraba y pedía pasar pero no me dejaban. Tenía mi libro de Jostein Gaarden amarillo y pesado en las manos, y lo agarraba como para mostrarlo y decir “No me pueden hacer esto, es muy importante”, y decía “Puede ser la única posibilidad que tenga de ver a esta persona” pero el rotundo “No” me desilusionaba cada vez más. Recuerdo que me senté rendida, sin esperanza, dándome cuenta de que no vería a Arley. Fue una sensación horrible, jamás había perdido la esperanza así. Y sonó el celular…

Me dijo que estaba en el primer piso. Subí corriendo las escaleras mecánicas, pero no vi a nadie. Para ese entonces todo el aeropuerto sabía ya que me tenía que encontrar con Arley, y dos guardias al verme me preguntaron qué había pasado finalmente. Les dije que él me tendría que estar esperándome en ese piso pero no lo encontraba, y uno de ellos dijo: “Pero, ¿él era colombiano no?”, le dije que sí y
exclamó: “¡Ah! Ellos le dicen primer piso a la planta baja”. Bajé, parecía desesperada: y es que lo estaba. Los minutos escaseaban, deberíamos haber tenido dos horas para charlar y abrazarnos, en cambio quedaban menos de veinte minutos. Nos encontramos, nos vimos, nos abrazamos (en la foto está inmortalizado ese momento gracias a mi mamá), y aunque fueron quince minutos, atesoré cada uno de ellos.
El tiempo pasó, seguimos siempre hablando, luego de habernos conocido todo era mucho más real, más cercano. Cuando terminé el secundario me inscribí para Filosofía, y como regalo de graduación le envió un giro a mi mamá para que me comprara un rosario de oro. Ella me contó que cuando fue a hacer la transferencia en el banco, le dijeron que venía con un mensaje. ¿Cuál era? “El amor no tiene geografía”.

En fin...básicamente esa es la historia más importante de mi vida. Arley es mi amor eterno, no importa que ame a una pareja más que al mundo, él siempre va a tener un lugar privilegiado en mi corazón y en mi ser que no se borra, que no se cambia ni se reemplaza por otro. El amor que tengo por él es único, una mezcla entre amor de pareja, familiar, amistoso. Quiero usar ese rosario el día que me case y que él sea el cura que lo haga, quiero verlo de nuevo ahora que está viviendo en Chile, quiero seguir escribiéndome toda la vida como hace ya seis años. Si no fuera por él, yo no sería quien soy ahora. Fue el mejor regalo que el destino me pudo dar.